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jueves, marzo 29, 2007

El alquimista

El de 1747 fue un otoño extremadamente lluvioso y gris. Casi todos los días el cielo plomizo descargaba intensas lluvias sobre las encharcadas calles de París. En una de esas calles, en una antigua casa de piedra de dos plantas, François Bastoin se movía de un lado para otro a punto de conseguir algo extraordinario. Bastoin era alquimista. Desde hacía años había iniciado una investigación para la creación de un líquido capaz de convertir objetos en oro. Bastoin contaba con la ayuda de un chico joven llamado Philippe Dórioz. Era huérfano, y Bastoin accedió a quedarse con él con la condición de que no revelase nada de lo que hacía dentro de la casa, so pena de ser expulsado de ella. Nunca incumplió aquella norma.
En aquella época, darse a conocer como un alquimista era algo peligroso, ya que en algunos casos, si el pueblo se sentía engañado por el alquimista, le perseguían y le ahorcaban. La ley nunca lo impidió.
En los últimos días Philippe notaba que Bastoin estaba más alterado que de costumbre. Se movía rápidamente por la habitación que habían habilitado como laboratorio para sus experimentos murmurando cosas incomprensibles de las cuales Philippe sólo entendía vagamente: “Ya casi está… ya queda poco…”
Un día, François Bastoin mostró a Philippe lo que, tras muchos años de experimentos, constituía su gran obra. Sin ocultar su excitación lo llevó al laboratorio. Sobre la mesa de madera sólo había una pequeña copa de madera y un frasco de cristal tallado llena de un líquido espeso que refulgía en tonos dorados. Bastoin la cogió y le quitó el pequeño tapón de corcho. Entonces, dijo con aire misterioso:
-Quiero que estés atento…
Estas palabras consiguieron que Philippe abriera los ojos, sin saber lo que iba a ver a continuación.
Lentamente, Bastoin fue inclinando poco a poco el frasco de cristal sobre la copa, derramando una fina hebra de líquido dorado sobre la copa. Esta, en contacto con la espesa sustancia, empezó a cambiar de aspecto y textura. Poco a poco, la copa se fue tornando del mismo color del líquido, ante los maravillados ojos de Philippe, que veían cómo la copa se hacía dorada y brillante.
Bastoin, con los ojos desorbitados, murmuró:
-Por fin… Lo que nunca nadie había hecho antes, yo, con tanto esfuerzo, lo he logrado…
-¿Es… oro puro señor? –alcanzó a preguntar Philippe
-Sí, muchacho, ya lo creo que lo es…–dijo con aire triunfal. Ahora, un poco más calmado, explicó-: El único inconveniente es que sólo es capaz de transformar pequeños objetos y de determinadas materias…
De los labios de Philippe asomó una frase de admiración y de asombro. Nunca habría pensado que lo que acaba de presenciar pudiera ser real, y sin embargo… Lo acababa de ver con sus propios ojos.
A continuación, a la vez que cerraba el frasco y lo guardaba en un armario bajo llave, Bastoin explicó:
-Ahora se lo enseñaremos a todo París… Que lo vean y que no olviden el nombre de François Bastoin.
Pero Bastoin no sabía que Pasqual Garnier había observado todo lo que acaba de suceder en el laboratorio. Pasqual era un alquimista de pacotilla que siempre hacía experimentos que sólo acababan en fracasos. Llevaba tiempo observando a Bastoin, porque sabía que preparaba algo, y quería robárselo. Mientras veía el milagro, fue pensando un plan que acabaría con Bastoin y que le otorgaría a él la fama.
Aquella misma tarde, François Bastoin y su joven ayudante visitaron tabernas, plazas, bares, hoteles, posadas y demás tugurios anunciando que al día siguiente, en una famosa plaza, podrán ser testigos del milagro de convertir un objeto en oro. No eran conscientes del riesgo que corrían…
Por la noche, un hombre se deslizaba cerca de los muros de la casa de Bastoin. Era Garnier. Con una piedra, rompió los cristales de una ventana del laboratorio. No le importaba que le oyesen arriba: su acción sería rápida y no les daría tiempo a bajar por él. Se coló por la ventana evitando clavarse los cristales que quedaban en el marco. Cuando entró, forzó el armario donde se escondía el líquido dorado, lo cogió y puso en su lugar uno de idéntico aspecto pero carente de efecto alguno. Oyó pasos apresurados en la escalera que bajaban por él. Cuando se disponía a salir de nuevo por la ventana, Bastoin ya estaba allí. En una fracción de segundo asimiló lo que ocurría y se lanzó sobre las piernas del ladrón, tirando fuertemente de ellas haciendo que los cristales se le clavaran en el cuerpo. Garnier emitió un grito de dolor que rasgó el ensordecedor y compacto silencio que dominaba la noche y soltó el frasco, que se estrelló contra el pavimento de la calle fragmentándose en mil pedazos y vertiendo su líquido en un charco. Hizo un último esfuerzo y consiguió zafarse de Bastoin, que tiraba de él enfurecido, y huyó finalmente disolviéndose en la negrura de la noche, sangrando por las heridas de los cristales.
-Esto es una desgracia… Ya nos hemos anunciado en París, no hay vuelta atrás… ¿Qué voy a hacer…?
-se lamentaba François tapándose la cabeza -. Si no voy, pensarán que soy un fraude y me perseguirán, y si voy y ven que no existe milagro alguno, irán a por mí igualmente… -el alquimista lloraba.
-¿Y qué va a hacer, señor? –preguntó Philippe, aterrado por lo que oiría a continuación.
-Sólo hay una solución… Aquí tengo guardados unos documentos de la investigación que he llevado a cabo durante estos años. Tienes que dárselos a un amigo mío que está en Lille, no muy lejos de aquí. Allí preguntarás por Jacques Lagarde. Le darás la fórmula y le ayudarás a que fabrique líquido dorado.
-¿Y qué será de usted, señor…?
-Yo, dentro de unas horas, ya no caminaré sobre la tierra.
A la mañana siguiente, François Bastoin, triste y ausente, salía acompañado de Philippe de camino a la plaza donde antes creía que se haría famoso. En una caja llevaba el falso líquido y una copa de madera.
Cuando llegó a la plaza, obligó a Philippe, cargado con los documentos y con provisiones, a quedarse entre la multitud. Bastoin se puso en medio de la plaza. En una mano sostenía la copa de madera y en la otra el frasco con el falso líquido. Cerrando los ojos comenzó a verter el líquido sobre la copa.
-Quiero… que estéis atentos…-dijo con voz temblorosa.
En medio de la gente, Pasqual Garnier contemplaba con asombro a Bastoin. “Sabe que es un líquido falso… ¿Por qué lo usa delante de toda esta gente que es capaz de matarlo?” pensaba desconcertado.
Pero el líquido se derramaba y la copa seguía igual. Unos peligrosos murmullos empezaron a correr entre la multitud. La botella quedó vacía, y la copa no cambió. Los murmullos se convirtieron en gritos y la gente se abalanzó sobre Bastoin como si estuvieran compinchados. El alquimista no ofrecía resistencia. Entre muchos hombres cogieron a Bastoin y le arrastraron hasta un árbol cercano. Alguien ya tenía preparada una soga que ató a una rama. Hicieron un nudo y se lo pusieron alrededor del cuello a Bastoin. Colocaron una silla bajo los pies y sin más dilación fue Pasqual Garnier quien le dio la patada definitiva.
Bastoin quedó colgando. Un profundo dolor, extrañas luces en el infinito y después, nada.
Philippe no había podido evitar cerrar los ojos. No podía ver el fin de su amo. Sin esperar más corrió en dirección Lille donde encontraría a Jacques Lagarde. Primero corrió doblando calles, pisando charcos y esquivando al gentío. Pero cada vez las calles estaban más vacías, y las casas parecían todas abandonadas. Hasta que, tras mucho tiempo corriendo, salió del complicado trazado de las calles de París.
Se sentó bajo la sobra de la fachada de una casa a descansar. Esta agotado. Todavía no paraba de darle vueltas a la muerte de Bastoin. ¿Por qué no se fue de París y huyó? Al pensar en él y en su trágica muerte no pudo evitar que unas lágrimas mojaran sus mejillas. Comió algo de lo que tenía en la bolsa y siguió adelante. Ahora el campo se extendía ante sus ojos, llenándolo todo de verde hasta el límite del horizonte.
Cuando llevaba poco tiempo andando, mientras cruzaba un camino, se encontró una carreta que venía en su dirección con dificultades, puesto que las ruedas se atascaban en el barro. Philippe decidió ayudar a aquel hombre, para que luego quizá él le pudiera ofrecer un lugar en su carreta como agradecimiento.
-Buenos días –saludó Philippe-. ¿Necesita ayuda?
-Pues sí, hijo, sí. Ahora mismo me vienes de perlas. ¿Podrías ayudarme a desatascar esta rueda? A mí me duele la espalda, lo he hecho tantas veces… Además, el burro ya está muy cansado. Te lo agradecería.
Sin decir nada, Philippe le ayudó y enseguida tuvieron la carreta de nuevo en marcha.
-Sube si quieres –le invitó aquel hombre-. Yo me llamo Pierre. ¿Adónde te diriges, muchacho?
-Soy Philippe, y voy hacia Lille…
-Yo también me dirijo allí. No me estorbas nada, así que te llevaré. –Al oír esto, algo semejante a una sonrisa saludó por el rostro del chico. No tenía palabras de agradecimiento. Ahora las cosas le iban bien…
Una semana después estaban en Lille. El viaje había sido tranquilo y apacible y estuvo exento de percances. Una vez en Lille, el amable Pierre dijo:
-Bueno, chico, aquí se separan nuestros caminos. Te deseo suerte, hagas lo que hagas.
-Gracias por todo, Pierre, lo mismo le digo.
Philippe no anduvo mucho tiempo. Entró en una taberna y preguntó por Jacques Lagarde. Al oírlo, todas las personas estallaron en sonoras carcajadas. Entonces fue cuando un hombre le puso al corriente de que a
Lagarde le habían ahorcado hacía poco, pues se le consideraba un estafador. Ahorcado…
Con la garganta oprimida por las lágrimas, el joven Dórioz salió a la calle y soltó todas las hojas que componían el informe de su amo, dejando que el viento se las llevase lejos, muy lejos… Philippe se agachó. Entonces, la lisa y quieta superficie espejada de un charco se vio rota por unas lágrimas que quebraron su silenciosa quietud, distorsionando el reflejo del rostro del destrozado chico.
-FIN-

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