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viernes, marzo 31, 2006

Cuento cuentito cuento - Capítulo 1

Aquél fue un buen mes de mayo para Carlos del Castillo.
Él vivía en una buhardilla de alquiler bastante reducida, con una cama de paja, una mesa, un tosco taburete y libros. Sí, Carlos era un gran lector.
Era un hombre alto, moreno, de tez oscura y ancho de hombros. Tenía un cuerpo rígido y la cabeza bien alta. Carlos tenía 27 años.
Carlos destacaba siempre por su voz. Tenía una voz hermosa, cálida, que a cada palabra que articulaba acariciaba el oído. Su voz era todo un regalo.

El día que le alistaron para la tripulación del viaje que le trasladaría hasta América para hacer un transporte importante, fue a ver a su madre, ya entrada en años, arrugadita y encogida, pelo cano, corta de vista, y que siempre tejía.
Entró en una casita que se encontraba en la calle mayor del pueblo, que iba directa al mar. Era un cuchitril en penumbra, con una ventana tapada con una andrajosa cortina por la que entraba un atisbo de luz.
No es que fueran una familia pobre, mas el dinero se lo llevó un hermano que ahora mismo estaría en Persia.
–Madre. –se acercó a la mujer, se agachó y la besó en la frente.
–Hijo, ¿qué vienes a decirme? –dijo con su voz temblorosa –Desde que tu padre murió no son todo mas que malas noticias.
Sí, su padre murió. Hace cuatro años.
–Madre, voy a emprender un viaje.
–Ay, hijo… ¿Adónde? ¿A la otra punta del mundo? ¿A los aposentos del infierno?
–Vamos en un gran buque de guerra, hacia el sur de las tierras de Colón.
– ¿Un buque de guerra? Hijo, no te me vayas tu también. Recuerda a tu hermano…
Su hermano murió en una batalla naval a los dieciséis años. Carlos era pequeño.
–Madre, queremos hacer un pequeño transporte de oro, mas dicen que muchos barcos piratas rondas por esas aguas.
–Hijo…
–He venido a despedirme, madre. Adiós – la volvió a besar.
–Ten cuidado con tu vida. Toma esto.
De un pequeño cofrecito que había sobre una mesa cercana, sacó un crucifijo de oro.
–Que Dios te guarde. Te dará suerte.
–Adiós, madre, Gracias.

sábado, marzo 25, 2006

Mascota Virtual




jueves, marzo 23, 2006

La Puerta de Rosas

Pedro se aburría mucho en su pueblo. Casas, casas y más casas lo formaban, todas marrones y grises, tristes, aburridas.
En el centro del pueblo una fuente seca dejaba mucho que desear. El agua ya no brotaba, ya no lanzaba destellos al viento, ya no saltaba ni reía. Toda belleza se había perdido.
Ni un solo lugar había, ni un solo rincón, ni un sitio en el que Pedro no se aburriera.
Pedro era un chico de apenas diez años, fuerte y sano. Tenía el pelo claro y los ojos verdes y su sonrisa –dicen– movía montañas.
Aquella noche, tras un día de andar entre las callejas del pueblo y perseguir a las palomas, Pedro se subió al tejado. Se solía subir allí cuando estaba triste, o algo le inquietaba.
Tumbado en el tejado, con las manos en la cabeza, el semblante triste y la mirada perdida en algún lugar de aquel oscuro cielo, vio cómo poco a poco las estrellas iban apareciendo. Observó su brillo, allí arriba en el cielo.
Las nubes dejaron al descubierto la Luna. Su luz, tenue y pálida, fue inundando al pueblo entero.
Pedro se incorporó para observar el pueblo. Las casas, con monótona igualdad, se extendían a lo lejos, hasta un punto en el que todo desaparecía, en el que todo parecía enmudecer, hasta los pájaros, hasta el viento. A partir de ahí nada había. Nada ni nadie. Se giró. Allí, muy pequeña, a lo lejos, la fuente refulgía como si el agua todavía brotase de ella, pero no había agua. La luz de la Luna puede ser muy engañosa. La fuente estaba seca, y se mostraba pálida ante la Luna.
Más allá de las casas, más allá de ese marrón aburrido, de los tejados, más allá de todo aquél soporífero conjunto, más allá de todo aquello, un río discurría siseante por la pradera. Un río en el que Pedro nunca había reparado. Un río de aguas claras, cristalinas, que reflejaban la luz de la Luna.
Y más allá del río, un oscuro y tenebroso bosque se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Pedro sintió un escalofrío cuando lo miró. Rápidamente, apartó la vista de ahí, pero un atisbo de curiosidad se había quedado en él.
Tumbado en el tejado, y con esa extraña visión grabada en su mente, Pedro apenas pudo conciliar el sueño aquella noche. Ese bosque le producía temor, le inquietaba, pero a la vez le atraía.
Repentinamente Pedro se levantó y descendió del tejado. Todos dormían, y nadie le oyó marcharse. Entre calles y callejones, entre casas marrones, entre fuentes secas, Pedro corrió todo lo que pudo en dirección al río... y al bosque.
No pensó en el cansancio ni en el agotamiento. Sólo pensó en el bosque, en aquella extraña imagen.
De repente, las casas se acabaron. Pedro paró de correr, jadeando, apoyó las manos en las rodillas y miró a su alrededor.
Las casas marrones y aburridas se convirtieron en prados verdes e infinitos, acariciados por una suave brisa. Un poco más lejos, las aguas del río discurrían, lentas y susurrantes, por su cauce. Y más lejos, en el horizonte… aquel bosque oscuro y tenebroso.
La Luna lo tornaba todo plateado, otorgándole un aire de misterio.
Entonces se preguntó cómo iba a cruzar el río, pero su espíritu aventurero borró de su mente aquel imprevisto. “Algo se me ocurrirá”, pensó.
Echó a correr de nuevo, un poco más cansado, pero ansioso por llegar a su destino.
Llegó a las orillas del río y se arrodilló para beber agua. Vio su rostro reflejado en el agua con la Luna al fondo.
Alzó la vista, saciado, y miró hacia el bosque. Ya no le tenía miedo.
Al intentar cruzar el río, se dio cuenta de que no había puentes, ni vados, ni lugares por los que cruzarlo.
¿Qué podía hacer? Se quedó sentado en una roca, pensando, viendo cómo el agua fluía ante sus
ojos, como una barrera intraspasable. ¿Ahí acababa su libertad? No quería volver al pueblo. No de momento. Callado, quieto, pensativo, esperó a que alguna especie de señal le indicara qué hacer.
Trascurridos unos minutos, que le parecieron interminables, el río pareció hablarle. Pedro levantó al cabeza sobresaltado. El río… ¿se rió? Pedro se fue levantando, despacio, y el agua dejó de fluir bajo sus pies. Él, vacilando, cruzó el río. Para su sorpresa, no se mojó las zapatillas. En cuanto puso un pie en la tierra, el río volvió a fluir con la misma energía que antes.
Pedro siguió su camino, andando lentamente, mirando hacia atrás. El río parecía de lo más normal. Con su lento caminar consiguió llegar a la linde del bosque. Pero algo fuera de lo común lo llamó la atención.
En la frontera del bosque se hallaba una puerta. Una puerta de rosas. Una puerta muy colorida, roja y verde, que contrastaba con el negro de fondo. Era una puerta que, aunque insignificante, enamoraba hasta al más frío transeúnte. Era una puerta bella, y Pedro quedó embriagado con su aroma a primavera.
Se detuvo a observarla bien. Pensó que no debía de haber ningún peligro en cruzar aquella puerta. Con un paso muy lento, pero firme, Pedro se encaminó hacia el semblante de la puerta. Se detuvo justo delante, y con la mano acarició los pétalos de una rosa, y se pinchó con una espina escondida. Se chupó la pequeña gota de sangre. Al fin, cruzó aquella puerta. Al pasar, todo cambió.
El tenebroso bosque ahora era un bosquecillo menudo y alegre. Los rayos del sol atravesaban las copas de los árboles. Los pájaros trinaban. Todo era un estallido de hermosura y esplendor. Una sonrisa se asomó por la cara de Pedro, y, como buen niño que era, empezó a correr y a jugar con los animalillos del bosque, riendo.
Se olvidó de su pueblo, de su familia, del aburrimiento, de la fuente, de la marrón monotonía. Se divirtió como nunca se había divertido.
Más tarde, cuando le entró hambre, vio un manzano a lo lejos con unas apetitosas manzanas rojas colgadas de sus ramas. Corrió alegre hacia allí, y de un salto logró coger un fruto del árbol, que brillaba con su color escarlata.
Estaba deliciosa y fresca. Cogió otra manzana, y otra más, y se tumbó bajo aquel manzano tan hermoso.
Todo era felicidad para Pedro. Justo antes de dormirse, logró ver, lejana, la bella puerta de rosas.
Pasó un par de días jugando y corriendo entre los árboles sin aburrirse, sin pensar en su pueblo. Pero acabó por echar de menos a su familia, su tejado, su fuente, sus palomas.
Se armó de valor, y decidió volver. Con una manzana en la mano, atravesó de nuevo aquella puerta, sin prisa. Atravesó el río, y caminó lentamente hacia su pueblo, que se dibujaba en el horizonte.
Nadie le había echado de menos. El tiempo apenas había transcurrido allí.
Desde aquel día, Pedro no se volvió a aburrir en su pueblo. Las casas ya no eran para él marrones y aburridas, las palomas corrían más que nunca, y para él la fuente siempre estaba llena de agua. Las gentes del pueblo decían que no era el mismo.
Y Pedro siguió frecuentando aquel bosque maravilloso. Por las noches salía, desbordante de emoción, cruzaba el río y traspasaba la puerta de rosas. Cogía manzanas y flores para su familia. Y era feliz.


Fëanáro Vardamir
(Jaime Cano)

lunes, marzo 20, 2006

Ya queda menos

¡Hoy he ganado a mi padre otra vez!

Quedamos 6-4 6-4. Fue un buen partido, jugué muy bien, aunque podria jugar un pelo mejor.

Y ya me queda menos para conseguir una raqueta nueva, porque hice un trato con él.
Si le ganaba tres partidos, me compraba una rauqeta, y llevo dos.

Aunque a este paso, la raqueta me la voy a comprar yo. Con los golpes que la doy contra el suelo...

Y perdió Nadal.

sábado, marzo 11, 2006

Sin Cometarios

El partido de hoy ha sido un desastre. Sin comentarios.

Me he descalificado de la competición. He perdido 9-7.

Pero eso no es lo peor de todo. Es que lo tenía ganado. Yo iba ganado 5-0. Pero no sé lo que me pasó. Y luego mi padre... menudos ánimos me dio.

Víctor ganó 9-8. Muy bien Víctor.

Y prefiero no hablar de este maldito día.

lunes, marzo 06, 2006

Siguiente ronda

El domingo yo iba a jugar contra Álvaro García, en los torneos municipales, pero no se presentó. Una pena...

He pasado a la siguinete ronda, que la jugaré en la Elipa. Jugaré con los mismos ánimos con los que iba a jugar este partido. Y pienso ganar. Pienso llegar muy lejos en esta competición...

...y no va a ser fácil sin vuestro apoyo...