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lunes, noviembre 27, 2006

¿Fueron dos días o una noche inolvidables?

Con el odioso pitido de siempre, el reloj digital de María indicaba que eran las siete y cuarto: la hora de empezar un nuevo día. Refunfuñando lo apagó, encendió una luz y se levantó.
Tres cuartos de hora después estaba en la calle con su amiga Sara. Las dos se dirigían hacia el instituto. Era una fría mañana a mediados de noviembre, el cielo estaba totalmente cubierto por unas plomizas nubes y sus respiraciones producían nubecillas de vapor. Las dos chicas de trece años eran amigas desde hacía mucho tiempo, casi desde el primer día que se vieron en el colegio. Desde entonces nunca habían estado separadas… hasta ese año. Segundo de la ESO fue el primer curso desde que se conocieron en el que estuvieron separadas. Aunque se seguían viendo en los recreos y algunos días al ir y al volver del instituto –los padres de Sara estaban separados, por lo que no siempre iban juntas –, ya no era lo mismo.
Cuando María se separó de su amiga y entró en su clase, todavía no había mucha gente. Se sentó en su sitio en la última fila y empezó a sacar los libros de la primera asignatura: matemáticas, para ella la más aburrida de todas.
A los pocos minutos entró el profesor. Ya casi toda la clase estaba en su sitio. Detrás de él, para gran sorpresa de todos, venía el director, y con él un chico nuevo, lo que provocó un aumento del volumen del murmullo general.
–Buenos días, chicos –saludó primero el profesor de matemáticas.
–Buenos días –contestaron con aire lento y aburrido todos los alumnos al unísono.
–El director os quiere decir algo.
El aludido le hizo un gesto con la cabeza de agradecimiento por haberle dado el turno de palabra.
–Buenos días a todos –esta vez no hubo respuesta por parte de los alumnos. –Como veis, ha venido un nuevo alumno. Se llama Juan. Tenéis que tratarlo bien e intentar ser sus amigos para que se integre bien en la clase, ¿de acuerdo? Bueno, que tengáis una buena mañana. Adiós, chicos –acto seguido salió de la clase.
María se había quedado impresionada al verle. Había visto a un montón de chicos nuevos incorporándose a su clase otros cursos, y éstos siempre se removían inquietos o se miraban los zapatos durante esas primeras presentaciones del director. En cambio, él se había mantenido sereno y relajado, mirando de vez en cuando a sus compañeros, uno a uno… Y, sin que ella se diese cuenta, Juan se detuvo un poco más mirando a María.
El profesor le presentó a toda la clase y le asignó un sitio, muy cerca de María, que se sonrojó un poco cuando él se sentó. Entonces el profesor empezó al fin con su materia haciéndole un breve resumen de lo que habían dado hasta entonces. Mientras el profesor explicaba y escribía en la pizarra, Juan susurró a María:
–Hola. ¿Te llamabas María, no?
–Sí –María notó como, aunque sin ir más rápido, su corazón latía con más fuerza. Quizá por ser lo único que se le ocurría, preguntó: –. Oye, ¿por qué te has cambiado de colegio?
–Es que me he mudado de casa.
A María le hubiera encantado continuar con aquella conversación, pero el profesor les llamó la atención y ninguno de los dos volvió a hablar.
El día transcurrió con la misma rutina de siempre. A la vuelta, María iba sola. Hoy Sara se iba a casa de su madre. María iba con el MP3 encendido. De repente notó que alguien tiraba de su auricular izquierdo y decía:
–Hola otra vez.
Era Juan. María le miró sorprendida y, sin reprimir una sonrisa, dijo:
–Hola. –María volvió a experimentar la misma sensación que tuvo en clase – ¿Qué tal tu primer día?
–Muy bien. Me ha gustado mucho el colegio, los profesores… –Juan no sabía por qué, pero le dieron ganas de decir “y tú”. Sin embargo, se calló.
–Me alegro. Por cierto, ¿dónde vives?
–Voy por esta calle todo recto y luego giro a la derecha. Más o menos por donde hay una panadería.
– ¡Yo también vivo allí! Justo encima de la panadería.
–Pues vayamos juntos, entonces. –María estaba encantada con aquella proposición. Interiormente, deseaba estar al lado de Juan. Era algo muy raro.
Cuando llegaron a sus casas, acordaron en quedar por la mañana a las ocho en la panadería para ir juntos al instituto. María daba saltos de alegría en el ascensor. No sabía el porqué, pero tenía ganas de hacerlo. Juan en su ascensor simplemente no dejaba de sonreír.
A la mañana siguiente el reloj de María sonó a la misma hora de siempre con el mismo pitido de siempre. Pero esa mañana a María se le antojaba maravilloso. Bajó a la panadería diez minutos antes, no quería llegar tarde. A las ocho en punto apareció Juan. María notó que su corazón se aceleró mucho de repente, y se ordenó a sí misma que se calmase. No lo consiguió demasiado. Es más, cuando él la saludó, todavía fue a peor.
–Buenos días.
–Buenos días…
Empezaron a caminar juntos haciendo el recorrido inverso al de la tarde anterior. María le habló a Juan de su amiga, Sara, y le dijo que algunos días les acompañaría.
El día de clase transcurrió con monótona normalidad, aunque a María le llamaron varias veces la atención por no estar pendiente. Ella se quedaba en las nubes mirando a Juan mientras jugueteaba con el bolígrafo. Cuando él la miraba ella apartaba rápidamente la mirada.
Y tocó el timbre de salida. Al salir de la clase, María esperó a que Sara saliera de la suya para despedirse de ella y se acercó a Juan.
– ¿Nos vamos?
–Sí.
Hicieron el mismo recorrido, charlando, como siempre. Cuando les quedaban pocos metros para llegar a la panadería, Juan dijo sonriendo:
–Hoy estabas muy distraída, ¿eh?
–Sí… –a María le hizo gracia que precisamente Juan le hiciera esa pregunta.
– ¿Puedo preguntar por qué? –“¿O por quién”, se le ocurrió pensar. Algo sospechaba, y no estaba equivocado.
Entonces María se paró. No sabía qué contestarle. Porque si le dijera la verdad…
–Pues… –ya habían llegado a la panadería. Entonces Juan hizo algo que sorprendió bastante a María.
–Déjame que te lo diga yo.
Estaban los dos muy juntos, casi abrazados. Juan cerró suavemente los ojos de María con la mano.
– ¿Qué… haces? –María estaba muy confundida, aunque confiaba en Juan.
–Ssh… –Juan la abrazó con fuerza.
María empezó a sentir que el suelo se movía bajo sus pies y que una leve brisa agitaba su pelo, pero no podía ver nada con los ojos cerrados. Al abrirlos, no podía creer lo que estaba viendo. Toda la ciudad había desaparecido: la panadería, los edificios de diez plantas, la carretera, los coches, la gente… Sólo estaban ellos dos rodeados de campo, campo hasta donde alcanzaba la vista, cubierto completamente por hierba que el viento agitaba creando la apariencia de olas de mar. María se había quedado muda. ¿Cómo había hecho eso? De repente, algo empezó a crecer entre aquel océano verde: flores, de todos los colores, formas, aromas, tamaños y tipos, por todas partes. En pocos segundos, todas las plantas ya habían florecido completamente, y el acelerado crecimiento frenó, dejando el campo cubierto de una alfombra de flores. Parecía primavera.
María, muy impresionada, musitó:
– ¿Qué… has… hecho?
Sin decir nada, como si no la hubiera oído, Juan se agachó cogiendo un pequeño cardo que había en el suelo. Lo cogió entre los dedos pulgar e índice y apretó hasta lograr que una gota de sangre resbalara por su dedo pulgar. El cardo, al contacto con la sangre, se transformó de abajo a arriba en una rosa grande y hermosa de color rojo. Las pequeñas heridas desaparecieron de sus dedos. Acto seguido se la ofreció a María.
En ella todas las dudas y vacilaciones habían desaparecido ya. La cogió y como un rayo se lanzó sobre Juan, abrazándole, y… besándole. Juan no se opuso, claro. Mientras se abrazaban, María apretaba con fuerza la flor, deshojando sus pétalos, que volaban en el aire… Entonces, se pinchó, y…

María se despertó de repente en su cama. Todo aquello había sido un sueño. Pero parecía tan real… María notó algo en su mano. Tenía agarrados unos cuantos pétalos de rosa. Pero entonces… ¿qué había sido aquello? ¿Habían sido dos días… o una noche inolvidables?

A la mañana siguiente, una vez más sonó el reloj de María. Como siempre, bajó y fue con Sara al instituto. Se separaron, y María se sentó en su sitio. Pero el profesor de matemáticas no entró solo. El director le seguía, y con él…
–Buenos días, chicos. Este es vuestro nuevo compañero. Se llama –a María se le paró el corazón. No podía ser… – Juan.
Una extraña mirada se intercambió entre ellos dos.

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